miércoles, septiembre 27, 2006

Juanito
Le había llegado el turno de ser chofer, esperó algo así 38 años y tenía 43 de vida. Era un día simbólico, desde niño lo habían dejado con su abuelo y era tiempo de ser libre, encontrarse con la vida mas allá de unos metros, perder el miedo a ver un horizonte distinto al de la ventana de siempre. Su vida era hacer pan y venderlo en la cuadra, los vecinos le decían retrasado hasta que un día de tanto repetírselo terminó por creerlo y decidió desde la inconsciencia vivir así, jugando al trompo con una cuchara, intercambiando sonrisas por pan dulce, viendo al mundo con unos ojos tan brillantes que podrían darle luz a centenares de ciegos.
“¿Se murió o yo lo maté?” se preguntaba, resolver la duda era complicado porque siempre tuvo la sensación de estar viviendo con un muerto, con una mecedora dormilona y silenciosa; vino solo al mundo, y así solo se iría. El acta de defunción estaba inconclusa, no era muerte natural pero tampoco encontraron huellas de un asesinato. Lo realmente importante no era disipar la duda, si no utilizar la tan anhelada herencia: un taxi naranja con asientos de terciopelo rojo y luz fluorescente. No podía esperar, lo haría circular por todas las rutas de la ciudad, sentir en sus manos el placer del viaje, de ignorar los semáforos, el trafico y los baches, parar cada minuto en cualquier lugar para subir a sus pasajeros, sentirse poderoso de ver a ellos contentos, en el mismo viaje que él, evadiendo los peatones, dejando que desaparezcan instantáneamente del camino.
Lo primero era quitarse su zapato izquierdo y sacar la llave del calcetín, esto se convirtió en un ritual todas las mañanas antes del desayuno, él y la llave en la mesa, compartiendo la vida, el uno con el otro. Le había cambiado el nombre a su taxi una decena de veces, pero ahora el nombre de Juanito se le quedaría pegado en la cabeza como un ruido de taladro; algún lugar de su cuerpo le dijo que así también se llamaba él, sus adentros respondieron al llamado de ese nombre pues desde sus 15 años nadie lo había nombrado, “el de la casa amarilla” le decían, aunque sus paredes fueran casi de un gris verdoso.
Ese taxi naranja fue uno de los primeros en circular cuando la ciudad todavía no tenia transporte, antes eran muchos los dueños, después pasaría a manos de su abuelo, y así pasaron años hasta que el abuelo decidió ser vegetal, estacionó a Juanito y no lo volvió a arrancar. En ese taxi había hecho el amor, procreado a sus once hijos, y criado a su único nieto; su afición por el pan dulce vendría después, cuando el hartazgo de la televisión le llegó a todo el cuerpo y le daba a Juan, su nieto, una lista con el pan de toda la semana. En la colonia se hizo famosa la casa amarilla, otras casas se derrumbaban, se deshabitaban, se volvían a habitar, pero esta permanecía estática, con tres enjambres de abejas, montañas de publicidad y cartas desempacadas.
Ese día, Juanito estaba decidido a encontrar una persona que lo reflejara, le viera el mundo que se escondía en sus ojos, diferente a un pan, una cuchara, una llave o una silla mecedora. Subiría la cantidad posible de pasajeros hasta encontrar uno inquietante. Ahí estaba el volante frente a él, muchos botones, pedales, espejos, números, no había porque asustarse, casi toda una vida esperando ese momento, saberlo manejar no tenia porque ser tan difícil. Cerró los ojos, ¿Era lo mismo que hacer pan? ¿Algo así como mezclar los ingredientes con la levadura exacta?. Derribó la cerca de madera y ahí bajó por un barranco hasta llegar a la avenida más transitada de la colonia, siguió cerrando los ojos, no podía parar, el acelerador se confundía con el freno, las instrucciones de su abuelo se olvidaron, abrió los ojos, el carro seguía prendido, ninguna lesión, estaba justo en un semáforo en rojo, una señora con un mercado de bolsas en sus brazos le pidió la parada con ayuda de su perro chihuahua, le preguntó: “ ¿A dónde va? “ “A donde quiera”, le respondió. La señora lanzó las bolsas como pudo pues el semáforo ya era verde y olvidó a su perro chihuahua en la banqueta. Se bajaron las tensiones, Juanito pudo pasar levemente desapercibido unos metros mas, se dirigía a la Gloria, ¿Había un lugar así en una ciudad tan perdida como esta?, empezaron a reír los dos sin decir palabra, se sintieron perdidos. Juanito volteo la cabeza y sintió un fuerte jalón, una grande presión en el pecho se apoderaba de él, un hervidero, un horno a la máxima potencia, volvió la cabeza, sus ojos brillantes lograron ver a un sujeto con pistola, sus 43 años de vida quedaron reducidos en esa mirada penetrante. Bájate, le dijo el policía, pero Juanito no podía moverse, las puertas estaban selladas, los seguros no servían desde hace mucho tiempo. Una mordida en el brazo al policía, un grito y el darse cuenta de su encierro y abandono en su taxi naranja. Lo llevaron a su casa, encontraron el cuerpo de su abuelo en el refrigerador con un mes en descomposición. A Juanito le llegaba el turno de seguir viendo por la ventana.