Quédate en mi casa.
Vivimos muy lejos, en un cerro muy alto y en casas de cartón. Aquí no hay luz ni agua, no hay ruta que nos transporte a nuestro destino, tienes que subir muchas llantas para poder llegar a la puerta de nuestra casa, si no te sabes el número de llanta que tienes que subir, es muy probable que te equivoques y sólo puedas llegar a una piedra, a la punta del cerro o simplemente a una casa que nunca has visto. Para subir a la casa de Poncho hay que contar 5 llantas después de la única escalera de madera y escalar sin contar, para que sea menos la fatiga. La casa de Poncho siempre ha estado invadida por extraños, una vez quise creer que fui bienvenido a su casa, me metí hasta el fondo, hasta su colchón y ni siquiera me limpie el lodo para entrar. Había estado tocando puertas pero nadie me abría, hasta que por fin encontré una abierta y sin candado. Lo conocí en la maquiladora, salíamos de nuestras casas a la misma hora, poco a poco él se convirtió en mi casa, sus ojos fueron las ventanas y su boca la puerta principal. A él le da risa el orgasmo, cuando ve su semen le dan ganas de saborearlo, su cuerpo habla y grita entre mis piernas apretadas exigiendo más profundidad, a veces no hay condón y no hay de otra que la simulación. Su casa es casa de todos, le caben todos los cuerpos en su cuerpo, tiene la medida exacta, siempre se moldea como una plastilina, a veces se derrama como un vaso de agua que ya esta al tope y se deja escurrir y humedecer en cualquier piso. Me he pegado a él como un perro a su perra, puedo descifrar el olor a motel de su casa y esconderme en todos sus rincones como fiel mascota; yo soy su vecino más cercano y puedo ver a través de sus ventanas todo lo que esconde, es por medio de ellas que le roban de su casa todo lo que hay de valor. Poncho me abrió todas las puertas de su casa, su puerta trasera siempre está abierta y dispuesta para mis venidas e idas constantes. El lleva dos semanas sin caminar, meciéndose en un columpio hecho de cables de luz y una llanta, no ha comido mucho, le llevo lo que puedo, a veces mis sobras de comida es lo único que puedo darle y mi perro Huicho tiene que sacrificarse. Su casa está sellada, sus ventanas ya no me ven y su boca ya tiene muchos candados que están perdidos en el suelo. He querido cerrar la boca yo también, pero no puedo y llevo mi candado imaginario a la bolsa de mi pantalón. Poncho está tan ausente que no le importa su hedor, tanto excremento ya lo ha hecho acostumbrarse a la peste de su propio cuerpo. Todo es culpa suya, parece que no aprendió la lección de no abrir la puerta a extraños, que antes de abrir la puerta hay que asegurarse y saber quién es el que quiere entrar para que no haga un desorden o deje la casa vacía. Empezó de la nada a invitar a cualquiera su casa, un huésped ajeno por día hasta que le llegó un ratero. Llevó a su casa a un gringo calvo hiphopero que venía desde San Diego por todo un fin de semana. El domingo en la madrugada, después de una tormenta que arrastró con muchas casas, el gringuito se había llevado todas las pertenencias de Poncho, que eran pocas: sus recuerdos, un despertador, dos cobijas, una colección única de caricias y un espejo con cosméticos. La tormenta hizo que la casa de Poncho se desbaratara en trozos, quedaron su colchón y unos cuantos cartones arriba de él , ese día encontramos un sacacejas tirado entre el lodo que había, entonces después de un largo silencio, Poncho asumió la despedida y se le quedó impregnada en el cuerpo, ahora tiene que inventarse estrategias para limpiar poco a poco el lodo que metió el hiphopero a su casa ese día de lluvia, sólo así puede comprender que las cosas demasiado húmedas se resbalan y desbaratan, que cuando una fuerza es más grande que otra, una de las dos se colapsa, que no siempre hay techos ni paredes resistentes, que lo que importa es el cimiento. Esta auto revelación le provocó un impacto profundo, que lo hizo esperar a su gringuito calvo en un columpio suspendido en el barranco, para que cuando lo viera subir por esa quinta hilera de llantas pudiera separarse de su columpio, caminar, abrazarlo y decirle que quiere construir una casa con él. Poncho espera paciente, con la incertidumbre entre sus uñas largas y su cara llena de mugre aunque sepa que nunca va a llegar. Ojalá quiera buscar otra casa, otro olor y rincón, la mía por ejemplo, yo le puedo prestar la mía, dejarle la puerta abierta, quiero que se paré de ahí, verlo y decirle con moscas en todas partes: “ Ven, te invito a mi casa, cierra la puerta a la tuya y no la vuelvas a abrir. Quédate, nunca te salgas, yo no te voy a robar nada”.
Poncho levanta la cabeza, las moscas se mueven y llega una catarina a su cuello, ve infinitamente debajo de nosotros, el gringuito calvo hiphopero no repite la secuencia, es otra hilera de llantas la que camina, y entonces, es como si todas las hileras llegaran a una sola casa, solo que con diferente dueño, huésped y ratero.
Vivimos muy lejos, en un cerro muy alto y en casas de cartón. Aquí no hay luz ni agua, no hay ruta que nos transporte a nuestro destino, tienes que subir muchas llantas para poder llegar a la puerta de nuestra casa, si no te sabes el número de llanta que tienes que subir, es muy probable que te equivoques y sólo puedas llegar a una piedra, a la punta del cerro o simplemente a una casa que nunca has visto. Para subir a la casa de Poncho hay que contar 5 llantas después de la única escalera de madera y escalar sin contar, para que sea menos la fatiga. La casa de Poncho siempre ha estado invadida por extraños, una vez quise creer que fui bienvenido a su casa, me metí hasta el fondo, hasta su colchón y ni siquiera me limpie el lodo para entrar. Había estado tocando puertas pero nadie me abría, hasta que por fin encontré una abierta y sin candado. Lo conocí en la maquiladora, salíamos de nuestras casas a la misma hora, poco a poco él se convirtió en mi casa, sus ojos fueron las ventanas y su boca la puerta principal. A él le da risa el orgasmo, cuando ve su semen le dan ganas de saborearlo, su cuerpo habla y grita entre mis piernas apretadas exigiendo más profundidad, a veces no hay condón y no hay de otra que la simulación. Su casa es casa de todos, le caben todos los cuerpos en su cuerpo, tiene la medida exacta, siempre se moldea como una plastilina, a veces se derrama como un vaso de agua que ya esta al tope y se deja escurrir y humedecer en cualquier piso. Me he pegado a él como un perro a su perra, puedo descifrar el olor a motel de su casa y esconderme en todos sus rincones como fiel mascota; yo soy su vecino más cercano y puedo ver a través de sus ventanas todo lo que esconde, es por medio de ellas que le roban de su casa todo lo que hay de valor. Poncho me abrió todas las puertas de su casa, su puerta trasera siempre está abierta y dispuesta para mis venidas e idas constantes. El lleva dos semanas sin caminar, meciéndose en un columpio hecho de cables de luz y una llanta, no ha comido mucho, le llevo lo que puedo, a veces mis sobras de comida es lo único que puedo darle y mi perro Huicho tiene que sacrificarse. Su casa está sellada, sus ventanas ya no me ven y su boca ya tiene muchos candados que están perdidos en el suelo. He querido cerrar la boca yo también, pero no puedo y llevo mi candado imaginario a la bolsa de mi pantalón. Poncho está tan ausente que no le importa su hedor, tanto excremento ya lo ha hecho acostumbrarse a la peste de su propio cuerpo. Todo es culpa suya, parece que no aprendió la lección de no abrir la puerta a extraños, que antes de abrir la puerta hay que asegurarse y saber quién es el que quiere entrar para que no haga un desorden o deje la casa vacía. Empezó de la nada a invitar a cualquiera su casa, un huésped ajeno por día hasta que le llegó un ratero. Llevó a su casa a un gringo calvo hiphopero que venía desde San Diego por todo un fin de semana. El domingo en la madrugada, después de una tormenta que arrastró con muchas casas, el gringuito se había llevado todas las pertenencias de Poncho, que eran pocas: sus recuerdos, un despertador, dos cobijas, una colección única de caricias y un espejo con cosméticos. La tormenta hizo que la casa de Poncho se desbaratara en trozos, quedaron su colchón y unos cuantos cartones arriba de él , ese día encontramos un sacacejas tirado entre el lodo que había, entonces después de un largo silencio, Poncho asumió la despedida y se le quedó impregnada en el cuerpo, ahora tiene que inventarse estrategias para limpiar poco a poco el lodo que metió el hiphopero a su casa ese día de lluvia, sólo así puede comprender que las cosas demasiado húmedas se resbalan y desbaratan, que cuando una fuerza es más grande que otra, una de las dos se colapsa, que no siempre hay techos ni paredes resistentes, que lo que importa es el cimiento. Esta auto revelación le provocó un impacto profundo, que lo hizo esperar a su gringuito calvo en un columpio suspendido en el barranco, para que cuando lo viera subir por esa quinta hilera de llantas pudiera separarse de su columpio, caminar, abrazarlo y decirle que quiere construir una casa con él. Poncho espera paciente, con la incertidumbre entre sus uñas largas y su cara llena de mugre aunque sepa que nunca va a llegar. Ojalá quiera buscar otra casa, otro olor y rincón, la mía por ejemplo, yo le puedo prestar la mía, dejarle la puerta abierta, quiero que se paré de ahí, verlo y decirle con moscas en todas partes: “ Ven, te invito a mi casa, cierra la puerta a la tuya y no la vuelvas a abrir. Quédate, nunca te salgas, yo no te voy a robar nada”.
Poncho levanta la cabeza, las moscas se mueven y llega una catarina a su cuello, ve infinitamente debajo de nosotros, el gringuito calvo hiphopero no repite la secuencia, es otra hilera de llantas la que camina, y entonces, es como si todas las hileras llegaran a una sola casa, solo que con diferente dueño, huésped y ratero.