La vida de Don Abundio era verde, como sus ojos casi ciegos que dormían de día y despertaban de noche, él no sabía que era sonámbulo, el aleteo de un millar de colibríes a las 3 am lo inquietaba, le picoteaban las piernas como queriendo sacar néctar de ellas y era precisamente ese momento en que perdía la memoria y el sueño, se le olvidaba su soledad, la muerte de sus hijos y la compañía casi muda de su nieto Genaro. El mundo era oscuro y desconocido en la madrugada, no había vida, sólo cielo nuevo y somnoliento, una ola zumbante que invitaba a Don Abundio al abandono de la cual no se acordaba en la mañana, traía a la memoria sólo el dolor de los piquetes y un sueño pesado en los párpados. Poseía un enorme jardín, casi laberinto, donde habitaban por igual flores, árboles e insectos, era impresionante la mezcla de verdes y el olor a tierra mojada entre el follaje. Hormigueros, niños de la tierra, mariquitas, gusanos, luciérnagas y mariposas convivían compactados en ese universo, los vecinos no entendían porque el jardín nunca lucía descuidado, brotaban semillas sin haberse plantado y las flores se impregnaban en las cortezas de los árboles.
Su nieto Genaro era una plaga para el jardín, sus días comenzaban cortando pasto y raíces hasta recolectarlas en una cubeta, que después era el centro de un círculo de piedras y troncos, algo así como un pequeño ritual antes de comenzar su almuerzo a las 9 am, se atragantaba toda la cubeta en tres minutos, y una ligera sonrisa traviesa se dibujaba en su rostro. Cuando Don Abundio vivía conciente de su pasado y de las travesuras de Genaro, entonces se atrevía a colgarlo de las piernas desde un tronco de árbol de granada, hasta que la sangre se le subía a la cabeza a punto de reventar. La primer madrugada que llegó el millar de colibríes, Genaro tenia sus pies amarrados al tronco por dos días, Don Abundio le prometió que en la mañana se cumpliría el castigo y lo dejaría libre; esa madrugada el pequeño tenia fiebre muy alta y no podía dormir, vio al fondo la figura de su abuelo sonámbulo abrazado de un pirul, le gritó como pudo, pues su sangre se le había subido a la cabeza y sentía todo el cuerpo entumido, fue entonces que los colibríes llegaron y empezaron a sacar néctar de las piernas de Don Abundio, el pequeño creyó que era una alucinación por tanto pasto y flor que había consumido, los pájaros fueron rodeando a Don Abundio hasta el amanecer y hasta quitarle la poca memoria que le quedaba. En la mañana, no pudo reconocer nada, le quito la soga de los pies a Genaro y entonces comenzaba el interrogatorio, y el pequeño, con la cabeza roja se quedaba sin respuestas, enmudecido, con miedo a gritar o a decir frases que trajeran a los colibríes de vuelta, y este interrogatorio era todas la mañanas desde hace tres años, ya se había acostumbrado a quedarse ahí, a contarle los días pasados a su abuelo, a ayudarle a recordar quien era, como es que llegó ahí y porque tanto verde alrededor, también el canto de los grillos lo encontraba habitual, se había desesperado a la idea de que su abuelo algún día recobrara la memoria, que los instantes permanecieran y su cara fuera en su vida reconocida; pensaba, desde hace ya días en la complicación de su estomago para digerir tanto pasto y raíces, le resulto posible el nacimiento de un árbol dentro de su cuerpo, con raíz en su vientre y ramificaciones en sus brazos y piernas, temía tomar agua pues al instante las raíces tomarían forma y su cuerpo explotaría.
Una de las ya ordinarias madrugadas, Genaro ideó un plan para que su abuelo lo reconociera de nuevo, comenzó a hacer una red para atrapar a los colibríes y no tuvieran oportunidad de succionar las piernas de su abuelo, eran las 2 am, y Genaro fijó su vista mas allá del horizonte, al ver al primer colibrí acercándose aventaría la red. Cuando estos se acercaron Genaro perdió el aliento, el intenso aleteo lo dejo paralizado, sus músculos se volvieron rígidos, y cuando quiso abrir la boca para externar su conmoción, los colibríes se fueron metiendo uno a uno por su boca y esparciéndose en su cuerpo. Genaro se convirtió en uno de ellos, en uno de los tantos que extraían néctar de las piernas de Don Abundio y le acababan la memoria. En la mañana el abuelo buscó a su nieto, recordaba ahora su soledad y la muerte de todos sus hijos, fue hasta el árbol de granada donde colgaba a Genaro, y vio surgir de algún verde extraño, a un colibrí de reducida dimensión, más que los normales y con un plumaje luminoso; era Genaro, lo sentía por debajo de la piel, en esos caminos donde fluye y revolotea la sangre, pensó en que si hubiese algo que ayudara a dejar huella de él en el mundo, fuera ese colibrí de vuelo casi invisible.
Su nieto Genaro era una plaga para el jardín, sus días comenzaban cortando pasto y raíces hasta recolectarlas en una cubeta, que después era el centro de un círculo de piedras y troncos, algo así como un pequeño ritual antes de comenzar su almuerzo a las 9 am, se atragantaba toda la cubeta en tres minutos, y una ligera sonrisa traviesa se dibujaba en su rostro. Cuando Don Abundio vivía conciente de su pasado y de las travesuras de Genaro, entonces se atrevía a colgarlo de las piernas desde un tronco de árbol de granada, hasta que la sangre se le subía a la cabeza a punto de reventar. La primer madrugada que llegó el millar de colibríes, Genaro tenia sus pies amarrados al tronco por dos días, Don Abundio le prometió que en la mañana se cumpliría el castigo y lo dejaría libre; esa madrugada el pequeño tenia fiebre muy alta y no podía dormir, vio al fondo la figura de su abuelo sonámbulo abrazado de un pirul, le gritó como pudo, pues su sangre se le había subido a la cabeza y sentía todo el cuerpo entumido, fue entonces que los colibríes llegaron y empezaron a sacar néctar de las piernas de Don Abundio, el pequeño creyó que era una alucinación por tanto pasto y flor que había consumido, los pájaros fueron rodeando a Don Abundio hasta el amanecer y hasta quitarle la poca memoria que le quedaba. En la mañana, no pudo reconocer nada, le quito la soga de los pies a Genaro y entonces comenzaba el interrogatorio, y el pequeño, con la cabeza roja se quedaba sin respuestas, enmudecido, con miedo a gritar o a decir frases que trajeran a los colibríes de vuelta, y este interrogatorio era todas la mañanas desde hace tres años, ya se había acostumbrado a quedarse ahí, a contarle los días pasados a su abuelo, a ayudarle a recordar quien era, como es que llegó ahí y porque tanto verde alrededor, también el canto de los grillos lo encontraba habitual, se había desesperado a la idea de que su abuelo algún día recobrara la memoria, que los instantes permanecieran y su cara fuera en su vida reconocida; pensaba, desde hace ya días en la complicación de su estomago para digerir tanto pasto y raíces, le resulto posible el nacimiento de un árbol dentro de su cuerpo, con raíz en su vientre y ramificaciones en sus brazos y piernas, temía tomar agua pues al instante las raíces tomarían forma y su cuerpo explotaría.
Una de las ya ordinarias madrugadas, Genaro ideó un plan para que su abuelo lo reconociera de nuevo, comenzó a hacer una red para atrapar a los colibríes y no tuvieran oportunidad de succionar las piernas de su abuelo, eran las 2 am, y Genaro fijó su vista mas allá del horizonte, al ver al primer colibrí acercándose aventaría la red. Cuando estos se acercaron Genaro perdió el aliento, el intenso aleteo lo dejo paralizado, sus músculos se volvieron rígidos, y cuando quiso abrir la boca para externar su conmoción, los colibríes se fueron metiendo uno a uno por su boca y esparciéndose en su cuerpo. Genaro se convirtió en uno de ellos, en uno de los tantos que extraían néctar de las piernas de Don Abundio y le acababan la memoria. En la mañana el abuelo buscó a su nieto, recordaba ahora su soledad y la muerte de todos sus hijos, fue hasta el árbol de granada donde colgaba a Genaro, y vio surgir de algún verde extraño, a un colibrí de reducida dimensión, más que los normales y con un plumaje luminoso; era Genaro, lo sentía por debajo de la piel, en esos caminos donde fluye y revolotea la sangre, pensó en que si hubiese algo que ayudara a dejar huella de él en el mundo, fuera ese colibrí de vuelo casi invisible.