domingo, noviembre 07, 2004

Placer Acartonado.

La rutina empezaba a saltarle los ojos y a retorcer sus músculos, era como si su cuerpo renunciara y no se atreviera mas que a invocar susurros y otro nombre que no fuera Gonzalo Pavoreal. Agendó el día 24 de Abril, ese día se levantaría a las 4 de la mañana, saldría 14 minutos tarde de su casa y empezaría con una lista interminable de citas mal gastadas, llamadas sin respuesta e infinidad de proyectos inconclusos. Cuando se dio cuenta que ese día tampoco tendría tiempo para ver a Juan, otra víctima instantánea de sus cortas búsquedas amorosas e insatisfactorias, su organismo no resistió y sintió la necesidad de gritar con toda su furia acumulada: “Me rindo, me rindo!” y salió corriendo de su oficina sin tomar precauciones, sin hacer caso a las señales que todo transeúnte debe obedecer, tomó un camión en la calle Constitución, pagó 50 pesos sólo para transportarlo dos cuadras pues su frenesí inquieto reclamaba más velocidad, se bajó empujando la puerta trasera sin pedir con anticipación la parada, se metió a una dulcería, compró una piñata de Sirenita con la cara deforme y unos ojos saltones como los de él y empezó a golpearla sobre el piso descargando así su odio misógino. Todo su rencor depositado en el pecho ahora se iba desprendiendo, todas sus frustraciones infantiles iban desapareciendo hasta que la Sirenita quedó completamente descuartizada, hecha pedazos, como los encabezados de la tarde del periódico del día. Si hubiera un reportero en la banqueta, seguramente escribiría para la siguiente edición: “Mujer Sirena desendulzada y reventada por un hombre inhumano e insensible que nunca perdió el tino. Le dio de patadas y puñetazos hasta dejarla moribunda ”. Juan acababa de jugar de defensa el primer tiempo de su juego de fútbol rápido cuando Gonzalo le habló con voz quebrantada: “Venme a recoger, estoy tirado en la calle con un vagabundo, no me puedo levantar, siento el cuerpo muy pesado”. Juan le colgó, apenas y había conocido a Gonzalo tres noches antes en un baño de vapor y ya eran pareja, Juan es discreto, serio y reservado, vive encerrado en un closet con puertas rosas, siempre le han atraído las jainas y se considera muy hombre, muy normal, solo que sus orgasmos están habitados en la penetración sodomita.
Había pasado una semana y Gonzalo, aficionado del trabajo mecánico y la clasificación ardua de archiveros encontró en el estacionamiento de su oficina una piñata en forma de reloj tirada en la basura, recién comprada, se acercó al bote, sacó con arrebato la piñata y empezó a patearla, a desgajar todo su papel de china y a destruir con brusquedad todas sus horas, minutos y segundos mientras recordaba esas fiestas de los vecinitos que cantaban a coro: “Ya le diste 1, ya le diste 2, ya le diste 3 y tu tiempo se acabó”. Pero esta vez el tiempo fue redimido, esta vez el tiempo lo perdonó. Gonzalo pensó en piñatas toda la noche, ya conocía todas las posiciones para dormir, los cuatro puntos de la cama ya habían sido recorridos, llamó a Juan y esta vez le contestó, lo citó en el callejón Altamira a las 3: 20am, Gonzalo ni se cambió de pijama, fue despavorido hacia el callejón. Juan, que era el activo en las relaciones sexuales, tenía unos amigos darketos en ese callejón que practicaban orgías cada viernes durante todo el año. Gonzalo llegó al callejón con sus pantuflas, Juan le explicó el motivo de la cita y con un excesivo gusto Gonzalo aceptó. La noche fue corta, en el cuarto darketo había luces fluorescentes de todos colores, incienso, cruces y carne de perro de distinta raza en las paredes, todos expuestos como filete de carnicería. Gonzalo sabía perfectamente que esta orgía tampoco llenaría el abismo enorme que se le iba esparciendo en sus músculos. Al día siguiente, todos despertaron con pelos en la mano y lengua, nadie comprendía ese suceso, supusieron que era producto de ese mito ancestral de que salen pelos en la mano, pero...y la lengua?. Pelos de perro era lo que les brotaba, largos y cortos, a todos por igual les tocó la epidemia de los perros que habían sacrificado la noche anterior. Gonzalo se dio cuenta de que ahora estaba marcado de por vida, que rasurarse no bastaría, que la epidemia no era del cuerpo si no del espíritu, que estaba harto de exponerse así, de caducarse temprano y mal pasarse, de aprenderse nombres de cuerpos que nunca fueron de él para después olvidarse de ellos y mantener en la mente solo eyaculaciones y caricias prestadas. Volvió a él la agitación y el encierro, Gonzalo huyó sin despedirse de Juan, subió a un camión, esta vez sin pagar, anticipó su parada en la misma dulcería que había visitado, compró una piñata de corazón y empezó a morderla y a machacar con ira su interior acartonado, esta vez había perdido el tino y también el camino, se había desviado de su mapa construido a base de rutas inaccesibles. Si hubiera un reportero en la banqueta, escribiría: “Hombre peludo asesinó bestialmente a su corazón. Se busca el culpable”